La expedición más ardua

En otras palabras, fui aceptado en el taller de Monterroso. Sería una vanidosa temeridad decir que aprendí a escribir en un año de conversaciones dominadas por la ironía de Monterroso. Como Cyrano de Bergerac, yo pensaba viajar a la Luna sin tanques de oxígeno. La lección del maestro consistió en demostrarme lo lejos que estaba de la meta. La expedición sería más ardua y, si me sobreponía a los rigores, más valiosa. Monterroso no ejerce otra pedagogía que las anécdotas que deja caer con calculada distracción. Como Lawrence Sterne, hace de las desviaciones un asunto central. Sus pláticas lo acreditaban como viajero frecuente a la Luna de Cyrano, a tal grado que a veces se quedaba en ella y hablaba de tú a tú con Joyce, Quevedo, Gracián y otros favoritos. Estas tertulias clásicas estaban destinadas, más que a remediar los despropósitos de los alumnos, a revelar en qué consiste un cuento perfecto. Monterroso no perdió el tiempo tratando de rescatarnos de nosotros mismos; nos demostró que la vida existe para volverse cuento, un valor imprescindible en esos años sin rumbo en que había depositado mis ilusiones en un equipo que nunca ganaba el campeonato y muchachas que no acusaban recibo de mis taquicardias. 

Valdano dice que Menotti lo autorizó a soñar. La frase tiene la exagerada contundencia de quienes deben medir su destino en noventa minutos, pero describe con certeza los alcances de todo magisterio. Monterroso me entregó un sistema de creencias. El olor del sándalo, la delicada osatura de una mano, la lluvia como una expansión pánica de los amantes, la luz de la Luna reflejada en un charco de agua, el ladrido nocturno de los perros, las sábanas recién cambiadas y el rumor del mar son pretextos para escribir cuentos.

Juan Villoro, Fragmento del discurso de aceptación del premio Xavier Villaurrutia

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